Categoría: slash, general
Género: angst, fantasía
Rating: M
Advertencias: AU, violación, underage
Resumen: Los profundos deseos de Bill pueden traer a la vida a un muñeco de peluche, pero sólo eso, nada más que eso.
Notas: Escrito para el concurso de "Basado en..." del grupo de Autores de fanfics en fb. Por alguna bella razón resulté ganadora esta vez *llora de felicidad* y me llevé un lindo banner personalizado hecho por Aliss y publicaron mi fic en el blog
Está basado en este cómic, y pido disculpas desde ya por el trauma, lo hice lo más que pude en relación a la imagen y en verdad no es un tema bonito, pero desde que la vi por primera vez supe que ‘tenía’ que hacer ‘algo’.
Entra a casa arrastrando los pies y sabe que su mamá está sentada a la mesa del comedor pero lo único que quiere es pasar de largo. A pesar de eso, cuando ella lo llama se detiene en seco y la mira con la expresión triste que tiene tatuada en la cara desde hace más tiempo del que puede recordar a pesar de tener sólo nueve años. Intenta olvidar cada día, porque no tener más recuerdos de los necesarios es la única manera; los va amontonando todos dentro de una caja de cemento en el fondo de su mente, y lo intenta con todas sus fuerzas cada día, tanto que se ha convertido en un hecho automático aunque la tapa esté un poco rota. La tapa está un poco rota y a veces a Bill se le escapan los recuerdos.
Su mamá estaba sentada a la mesa del comedor antes de que él entrara, y ahora le sonríe pero sabe que antes no lo hacía; es como si un mundo entero estuviera apoyado sobre sus hombros, no puede verlo ni removerlo, sólo cargar con él dondequiera que va, lo sabe porque en parte es su culpa.
Le sonríe con esa sonrisa de dentadura completa, que se ve luminosa y maternal y le extiende un lindo conejo de peluche, uno esponjoso, adorable, justo como el tipo de muñeco que cree que le gustan, y le advierte que no pierda este; no es un regaño o un reclamo, es simplemente una petición que suena casi sincera y sin amargura. Le dice cuán lindo se ve con su nuevo muñeco y lo manda a dormir porque ya es hora, lo niños buenos deben acostarse temprano. Lavarse los dientes, ponerse pijama y acostarse temprano. Su mamá sonríe hasta que él desaparece por el pasillo, entonces regresa a la expresión lastimera que tenía antes de verle llegar, a la botella de vodka que dejó a medio terminar sobre la mesa, la que bebe cada vez que llega a casa después de sea lo que sea que hace en la calle.
Como la máscara de un comediante ebrio.
Bill obedece y no tarda más de diez minutos entre lavarse los dientes y ponerse la pijama, antes de poder olvidar que mamá le deseó las buenas noches aunque no tiene idea de qué significa aquello realmente. La expresión en su rostro es demasiado severa para un niño de nueve años pero es fácil para los adultos el pensar que es un niño serio, callado, quizá presuntuoso y por ello poco comunicativo, ¿qué sentido tiene hablar con las otras personas? Quizá creen que piensa, y sí, de algún modo lo cree, qué sentido tendría hablar con las otras personas al respecto de nada. Qué sentido tendría hablar al respecto de nada si lo único que conoce son apariencias y censura a todo lo que no se desea escuchar.
No está ni un poco cansado. O está demasiado cansado, no está seguro al respecto porque para él no hay ya mucha diferencia entre una y otra, en realidad lo que pasa es que es incapaz de dormir, porque sabe que no tendría sentido, no podrá dormir hasta haber tenido el cuento de la noche, incluso si no escucha el cuento, incluso si no quiere saber nunca más de los cuentos. Incluso si en realidad hace muchísimo tiempo que no escucha un cuento antes de dormir.
El conejo está sentado a su lado en la cama, un poco apoyado en las almohadas y con la cabeza ladeada hacia su cuerpo, mirando a la nada con sus brillantes ojos negros, ingenuo, inocente, ajeno a la realidad aunque parece tener un atisbo de vida, una conexión pequeña con el mundo real, con la opción de escapar de lo que sea que no quiera aceptar y entonces Bill le tiene envidia, tanta que decide ponerle un nombre, se llamará Tom, como el hermano que nunca tuvo, y muy en lo profundo de su alma desea que cobre vida, que deje de estar lejano de lo que es cierto, que deje de mirar a la nada con esos grandes ojos brillantes y negros, que le haga un poco de compañía, rompiéndose en fragmentos viejos y destartalados con lo poco de infancia que le queda aunque su rostro permanece intacto. Lo desea con todas sus fuerzas aunque lo mira sólo un segundo con las cejas fruncidas, variando un poco la expresión, un segundo, una micra de segundo, lo sostiene por las orejas y lo mira con cuidado, cerrando bien la puerta de los recuerdos y con la esperanza de un infante que todavía cree en la magia. Con lo poco de esperanza que le queda, quizá más por todos los deseos y sueños rotos que porque realmente crea en ella.
Entonces, sin precedente y sorprendiendo a Bill que da un salto alarmado en la cama, Tom cobra vida, con sus grandes orejas blancas y los enormes dientes frontales, con el resplandor de la vida. “¡Dios mío, puedo moverme!” dice, seguido de largos “wow” y varios “¡Esto es increíble!” intentando asimilar que ahora es real, que es de verdad, que se mueve y habla y mira y Bill está sentado a un lado de él en la cama, así que asume que ese debe ser el niño que lo trajo a la vida. Le pregunta por su nombre pero Bill no le responde, así que de algún modo adivina que se llama Tom; quizá sus mentes están conectadas, después de todo fue eso lo que le dio aliento. Bill no dice nada a pesar de todo el entusiasmo de Tom, sólo lo ve brincar de aquí para allá.
—¡Juguemos a los piratas! —le dice sin más. Porque claro, ahora está vivo y cuando uno está vivo tiene que hacer algo, algo debe pasar cuando uno está vivo, uno no se puede quedar ahí sentado simplemente como antes de no estar vivo, mirando a la nada con ojos grandes y negros.
Así como Bill, sentado ahí, recargado en las almohadas mirando a la nada con esos ojos grandes y negros que no expresan, como si estuvieran secos, como si por darle vida ahora se hubiera convertido él en un muñeco, pero no, Bill tiene mucho más tiempo que Tom en aquella situación, sentado, recargado en el respaldo de su cama mirando a la nada, sólo que sus ojos no brillan en absoluto.
—¿Qué tal eso, quieres ser un pirata? —Tom sigue hablando como si fuera incapaz de callarse, y probablemente lo es, piensa Bill, porque acaba de volver a la vida, sería increíble de pronto tener la capacidad de hablar. Y no es que Bill no quiera jugar a los piratas, de verdad que no es que no quiera, quizá sólo olvidó cómo se jugaba, quizá ya no hay un lugar para él en los mundos de fantasía—. Tú serás el capitán y yo tu primer oficial, ¿qué tal?
Ahora está sobre su cabeza, en verdad no se da cuenta que el niño no se ha movido un centímetro de su lugar y no le importa, lo único que sabe es que acaba de venir a la vida y ahí está Bill y quiere jugar a los piratas.
—Bill, es tiempo de cuento para dormir.
La voz de su padre se escucha grave desde el pasillo, un poco patética, ahora es capaz de percibirlo, pero aun así manda escalofríos por su columna y su mueca se contrae en una expresión de resignación pura mezclada con terror, un terror inevitable que le pone las extremidades frías, heladas como las de un cadáver.
—Oh, ese es tu papá —Tom susurra—. No podemos dejar que tu papá sepa nuestro secreto. Me quedaré aquí quieto y entonces podremos jugar a los piratas cuando él se vaya. Arrgh.
Tom cumple y vuelve a su lugar en la cama, inmóvil, como si jamás hubiera estado saltando a su alrededor, con la impresión de que era un conejo de verdad, pidiéndole que jugara con él, o sugiriendo que podrían jugar juntos.
Bill suspira un poco, discretamente y su expresión se vuelve casi de dolor, a punto del llanto pero se traga las lágrimas con todo lo que le queda de fuerza, un poco por costumbre, porque ya sabe qué es lo que sigue, que no puede hacer nada y que ni siquiera vale un poco la pena pretender que hace resistencia. Tom sigue quieto a su lado y Bill suspira un poco pensando en que ahora es cuando realmente viene la prueba, que después de eso en verdad podría querer jugar a los piratas.
La sombra de su padre proyectada en la pared de su habitación y un cuento para dormir que hace tiempo que es sólo una horrible mala broma de terror, la peor historia del mundo, el peor cuento de todos los tiempos.
Papá llega del trabajo todos los días a esa hora para contarle su cuento, y cuando por fin se ha cansado de contar, sale de la habitación de Bill fajándose la camisa y acomodándose la corbata, peinando su cabello un poco hacia atrás, para que mamá no sospeche de nada, le susurra las mismas horribles palabras de mantener el secreto, porque no hacerlo estaría mal y cierra la puerta tras él dejando a Bill sintiendo que son demasiado secretos para guardar en un pijama tan pequeño.
Se queda quieto en su cama, justo como antes de que su padre entrara pero con el cabello despeinado y el pijama un poco caído en su hombro izquierdo, sube el cierre como último indicio de resignación en un gesto de total costumbre.
—Oh, mierda. —Escucha la voz de Tom pero no se sobresalta esta vez—. Esto… uhm… es un poco más de lo que habíamos acordado —dice, aunque nunca acordaron nada—. Creo que debería… me voy a ir ahora, ¿ok? —Baja de la cama sin esperar a que el niño le responda y se acerca a la ventana para salir por ella—. Lamento que no podamos jugar a los piratas.
Pero Bill no lo lamenta. No sabe qué le duele más, que lo haya ilusionado o que lo mire con esa cara artificial llena de lástima, incapaz de darse cuenta de cómo su rostro se distorsiona en un gesto dolido de tristeza, porque después de aquello quizá de verdad le hubiera gustado jugar a los piratas, pero ya está acostumbrado.
Él no se arregla el cabello, en realidad le gustaría no tener que tocarse nunca más, y ve al pequeño Tom saltar por la ventana en un suicidio que no traerá la muerte más que de una amistad imaginaria que duró sólo un par de minutos. Nunca dura más que eso, es lo que dice la pila de lindos muñecos de felpa bajo la ventana. Lo bueno nunca dura más que eso.
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