sábado, 25 de agosto de 2012

Toda una loca. {Tokio Hotel}

Categoría: slash
Género: humor
Rating: T
Advertencias: Travestismo
Resumen: Si él fuera mujer, entonces ni Gustav ni Georg, ni siquiera su hermano, serían capaces de mirar a nadie más.
Notas: Escrito para el grupo de Autores, "Reto de a dos" en colaboración con Van Krausser






Tom miró a aquella mujer por sexta vez y sintió una punzada en su interior. Una punzada de celos.
Era rubia, rellena de botox y silicón, de ojos claros, ropa cara y un acento presuntuoso, de esos que no podrían joder más a los oídos porque, de hacerlo, te explotaría la cabeza; pasaría de los cuarenta pero sus evidentes cirugías le hacían un favor impresionante y, si no fueras tan meticuloso como Tom, podrías llegar a pensar que no alcanzaba siquiera los treinta. Gesticulaba de forma exagerada para su edad y cuando, por cómo gritaba y se movía intentando llamar la atención de todos, se volvió inevitable que los chicos voltearan a mirarla y sonrieran como siempre hacían, examinándola de forma descarada, Tom no pudo sino fruncir el ceño cuando la punzada de celos se incrustó con más fuerza en él. Pero sonrió de cualquier forma, y con enfermizo regocijo, se sintió toda una perra.
Que se operara cuanto quisiera, pensó para sí; él siempre sería más atractivo que ella. Si él fuera mujer, entonces ni Gustav ni Georg, ni siquiera su hermano, serían capaces de mirar a nadie más.
Si él fuera mujer…
Nunca antes lo había pensado con tanta fuerza como ese día. Sin embargo, la idea echó raíces, y creció, y se convirtió en un pensamiento con vistas a no dejarlo en paz durante mucho, mucho tiempo. A menos que…
Tom pensó de pronto en la imagen de su hermano. Había algo que siempre le pareció fascinante en el hecho de tener una personalidad andrógina, así que empezó a imaginarse a sí mismo con esa imagen.
Sin embargo, dicen por ahí, del dicho al hecho hay un graaaaan trecho.
Tom no le dirá a nadie que pasó noches enteras dándose valor, mientras daba vueltas en la cama con ese fastidioso sentimiento de temor, y la adrenalina azotándolo en intervalos, mientras pensaba en cómo llegar a realizar su cambio. Sin embargo, mientras más cobraba fuerza en su mente la idea de que el cambio no sería tan difícil como lo imaginaba, empezó a tomar más confianza.
Se sentó frente al tocador y se miró fijamente, serio, muy serio, para poder apreciar sus facciones de forma natural y decidió que sí, podía hacerlo.
Se había lavado la cara previamente y abrió un cajón de donde salió el precioso neceser que había vigilado con la mirada durante todo el día, indeciso hasta ese momento. El ruido del cierre rompió el silencio de la habitación vacía. Todo estaba ahí. La crema humectante iba primero, lo sabía porque lo había visto una cantidad suficiente de veces y, de cualquier forma, él siempre usaba humectante. La base, el maquillaje y el polvo tampoco fueron un problema realmente, se los habían aplicado desde siempre para los conciertos y las sesiones fotográficas; sin embargo, no le fue fácil saber la cantidad apropiada, y fue tanteando de poco en poco, quería que el color fuera perfecto y su piel se viera natural. Era tan condenadamente blanco. Sonrió al pensar que había tenido una sesión de “polvo tras polvo”, literalmente hablando.

Maldijo a su memoria cuando tuvo frente a él el delineador, las sombras y el rímel; no recordaba cuál iba primero, así que cogió lo que le pareció más sencillo y acercó el delineador negro a sus ojos, respiró profundo antes de jalar un poco el párpado inferior y deslizar el lápiz tratando de impedir que corrieran las lágrimas, despacio y con el pulso más preciso que encontró. Fue mientras parpadeaba de forma rápida y terminaba de darle oscuridad al contorno de su mirada que llegó a la conclusión de que sería mucho más conveniente colocar las sombras primero. Y fue mientras abría el estuche de sombras que maldijo que existieran tantos colores; sin embargo, optó por usar blanco primero, quería un poco de luz y, tras decidir que medio párpado era suficiente, colocó un poco de gris en la naciente del ojo y rosa oscuro al final, difuminado al centro e intenso en los extremos. Agradeció ser observador, pues no había necesitado preguntar nada a Natalie; le fue suficiente con mirar y después de varios días pegado a ella mientras trabajaba, como un niño pequeño y curioso, había encontrado una técnica que no le parecía ni tan complicada ni demasiado vulgar.
Se maldijo de nuevo  luego de picarse el ojo derecho dos veces con el rímel, porque no podía creer que del delineador hubiera salido bien parado, pero del rímel no.
El izquierdo tuvo mejor suerte. Después de retocarse el negro una última vez, usar el enchinador entre muecas extrañas y de falsos temores de dolor, se levantó y fue hasta su maleta, donde había escondido el labial rosa que Dunja tenía días buscando; lo pasó suavemente por sus labios, disfrutando la sensación y presionando uno contra otro más veces de las necesarias, sólo por el gusto de hacerlo y saborear la sensación pegajosa que le dejaba. Se miró en el espejo de nuevo, tras colocar un poco de brillo sobre el labial y sonrió.

Nunca había sido de complexión ancha, pero tuvo que maldecirse internamente por haber decidido ir al gimnasio. Miró sus uñas detenidamente antes de comenzar a desvestirse, las había pintado de magenta y brillaban en contraste con el negro de las pantaletas que sujetaba en ese momento. Las dejó sobre la cama de nuevo y se desvistió; el espejo le regalaba una visión que no le gustaba, un contraste enfermizo entre su rostro maquillado y su cuerpo masculino, el miembro flácido entre sus piernas, los omóplatos de su espalda, el vello de sus piernas (que no se había atrevido a quitar todavía), los suaves músculos de su abdomen; frunció las cejas, esas a las que había decidido no hacer nada porque así eran perfectas, y encogió la nariz en un mohín. No podía rendirse, no ahora que ya había avanzado más allá del primer paso. Las pantaletas lo miraban desafiantes sobre la cama, y el sujetador, ese que había volado hacia él en pleno concierto y había sido el que había traído la idea iluminadora, se burlaba de él con descaro, recordándole que la esponja no sería suficiente. Él le regresó la burla, porque había pagado cien euros para que su guardaespaldas le diera la lista de compras de lo que le faltaba a una chica del staff, y el relleno estaba ahí, en una bolsa plástica dentro de su maleta, del mismo lugar de donde procedían las pantaletas grandes, con un bonito moño en el adorno del encaje.
Miró su miembro de nuevo y decidió que tenía que hacer algo con él antes de terminar de subir por sus piernas la pantaleta; lo sujetó y colocó cuidadosamente entre sus piernas, hacia adentro y una vez que se hubo colocado bien la prenda, caminó un poco en círculos para acostumbrarse a la posición. Le provocaba un cosquilleo placentero y se dio dos apretones severos para calmar la excitación. Tuvo también que abrochar primero el sujetador, después de varios intentos fallidos por abrocharlo de la forma tradicional en que había visto a las chicas hacer; lo metió por su cabeza y lo acomodó como pudo, enderezando los tirantes y adaptando el tamaño a sus hombros. Era un sostén grande, pero el relleno en complemento con lo ancho de su espalda, hicieron que quedara bien.

Rasgó las medias cuando apenas las llevaba a la rodilla y se felicitó a sí mismo por pedir que le llevaran tres iguales. Era un hombre precavido, el grosor y color negro ocultaban todo el vello que pudiera verse. Cuando por fin logró subirlas sin percance, después de diez minutos de hacerlo muy despacio, acarició sus muslos con regocijo insano.

La camiseta de licra que se puso debajo de la blusa roja, holgada y de mangas cortas que le robó a su hermano, se le pegaba al cuerpo, provocándole una sensación de seguridad que le sabía extraña pero satisfactoria. Estar ajustado se sentía bien. Bill odiaba aquella blusa, se la había regalado Georg en broma después de la fiesta de su cumpleaños pasado y, aunque no se había deshecho de ella por recordar una de las razones para aborrecer a Georg y no darle nunca más ningún regalo, la tenía relegada en el fondo del ropero; por eso la tomó con tanta facilidad y sin que alguien se diera cuenta.

La falda había sido otra historia. Se la había “robado” a una groupie cuando ella decidió salir de la habitación con los pantalones de él puestos; le iban enormes, pero ella parecía tan feliz al grado de casi desmayarse.
Era al estilo escocés, de cuadros rojos pero, en lugar de ser recta, llevaba volantes y era perfecta, corta; ninguna otra prenda que no fuera una falda de volantes le disimularía la carencia de trasero. No porque no tuviera, sino porque era pequeño, acorde a la delgadez de su cuerpo.
Las botas también eran hurtadas, las había sacado de la habitación de Bill esa misma mañana; en ningún otro sitio encontraría tacones de su talla.

Cuando estuvo completamente vestido, se fue de nuevo al tocador. Confrontar al espejo por primera vez con una imagen diferente a la que estaba acostumbrado, lo descolocó un poco al principio. Sin embargo, al ver el cambio —rasgos afinados y exóticos, ángulos suaves, una imagen que combinaba delicadeza con masculinidad de una extraña y sensual forma— se sintió satisfecho, y curiosamente, realizado… un poco, no totalmente, pero ya era un avance.
Se miró durante largos minutos y se sentó frente al espejo de nuevo, tomando una a una sus trenzas para deshacerlas.
Su cabello fue quedando libre; rizado y con mucho volumen, caía sobre sus hombros, su espalda, parte de su cara; y lo dejó así, al natural, porque estaba perfecto.
Cuando hubo terminado se levantó, se puso la chaqueta de cuero, las manos sobre las caderas y se sintió toda una loca. Se preguntó si todas las “locas” se sentían así: tan, tan bien.
Sonrió una vez más frente a su reflejo, casi apenado por pensar que se veía tan jodidamente bien, tan apetecible que si se hubiera visto en la calle, no hubiera dudado en palmearse el trasero de forma descarada, sobando cuanto pudiera en el proceso. Se levantó la falda, abrió las piernas y se volvió a acariciar el miembro entre ellas, presionado hacia abajo pero en una situación de dureza tal, que hubiera resultado molesto de no ser porque estaba demasiado ensimismado y entusiasmado como para hacer caso a esa erección, que de erecta no tenía nada.
La excitación le hormigueaba en la base del estómago, así que se bajó la falda para no tocarse más o la necesidad de correrse se haría inminente y se veía demasiado bien como para arruinar su imagen en ese momento; apretó sus pechos falsos y largó una risa ligera que sonó casi como un gemido ahogado.
Ahora, la prueba definitiva de que sería bien recibido en su recién adquirida imagen, sería llevarla fuera del dormitorio. 
Fingió entonces estar en una pasarela, caminando de aquí para allá, un pie frente al otro, muy, muy juntos, moviendo las caderas casi exageradamente para que los volantes saltaran un poco; y llegó a la conclusión de que no era mujer porque si lo fuera sería una verdadera zorra.
Si Tom fuera mujer…
Una melancolía amarga que no supo descifrar le trepó por la garganta segundos después de haberse preguntado si quizá no era un error estar en un cuerpo en el que no podía alcanzar la perfección estética. Un cuerpo que no podía verse así, como ahora, siempre. Así era tan perfecto. Así estaba tan bien. Así nadie, absolutamente nadie podría mirar a otro sitio que no fuera ella.
Ese sentimiento se hizo más fuerte, al grado de no dejarlo respirar bien. Necesitaba aire; debía salir de ahí. Así que sin pensarlo dos veces, salió de la habitación, tratando de alcanzar el exterior.
Sin embargo, al dar la vuelta hacia el corredor que lo llevaría a la calle, se detuvo en seco al encontrarse con Gustav, quien lo vio con una expresión como de “hey, yo te conozco”. Una oleada de pánico recorrió a Tom al encontrarse en semejante situación.
Pensó en varias salidas, como simplemente darse la vuelta y volver a toda prisa a la habitación y  encerrarse de por vida en ella, o sonreírle de manera coqueta y esperar que no le diese mayor importancia. O que se la diese, pero de buena manera.
Transcurrieron varios interminables segundos en los que ambos sólo se observaron. Hasta que con una sonrisa entre tímida, asustada y coqueta, Tom levantó la mano en un movimiento complementario al hablarle con media voz. —Eh… ¿hola?
Sintió que se paralizaba nuevamente cuando Gustav se retiró dos pasos hacia atrás, y lo observó de arriba abajo varias veces; primero lo hizo con cierta sorpresa, después con un toque de curiosidad, y finalmente, con algo que Tom no supo muy bien cómo descifrar, en especial cuando se le acercó y dio dos vueltas a su alrededor. 
—Hey, Tom —dijo finalmente, volviendo a plantarse frente a él—. Si te digo un piropo, ¿me golpearías? Porque estás jodidamente bueno vestido así, ¿sabes?
Una enorme sonrisa se plantó en su rostro. Aunque sabía que vendrían más cumplidos y piropos, para Tom no hubo uno mejor que ese.
Porque ciertamente, aunque no fuese una mujer, aunque no tuviese el físico que momentos atrás había considerado el adecuado, podía decir con seguridad, según las propias palabras de Gustav, que en verdad se veía jodidamente bueno.
Eso lo hizo llenarse de mucha satisfacción. Porque ahora sí, a toda honra, podía decir que era toda una zorra realizada.
Buenérrimamente realizada.

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