Categoría: slash
Pareja(s): Tom/Bushido
Género: drama, angst
Palabras: 1517
Resumen: Hoy quemé tu carta, la única que me escribiste. La conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos y ni una sola verdad.
Notas: Escrito para el maratón de pics de TH Kinky Twink. Basado en esta pic
Es una palabra que nunca dice. El que cree en el amor es su hermano, no él, él no es la clase de persona que va predicando por el mundo lo mucho que espera encontrar a alguien que le quiera por el resto de sus días y demás chorradas cursis. Lo que Tom piense al respecto no lo dice; lo que siente al respecto ni siquiera lo piensa. Tom no pasa las tardes pensando en el amor de su vida, no pasó la adolescencia esperando a su hada madrina y el toque de media noche que le haría descubrir a su verdadero amor.
No habla de eso, no piensa en eso y si cuando lo conoce sonríe como idiota, le sudan las manos, se pone nervioso y hace tantas estupideces que quiere cortarse la lengua, los dedos, las piernas o golpear la cabeza contra un muro con mucha fuerza.
Bill le dice que está enamorado, Tom le responde que se calle de una buena vez porque no le pidió su opinión. Tom no habla de amor, no sabe cómo se siente ni cómo se vive así que no va a decir que está enamorado aunque pase las noches mirando la ventana y pensando en lo que definitivamente no está pensando.
Tenía diecisiete años, ¿quién se enamora a los diecisiete años? Quién se enamora a esa edad y, joder, de un hombre que le pasa más de un par de años.
Un hombre al que conoce bastante bien, porque siempre ha sido bueno juzgando el caracter, y que sin embargo pasa las tardes tratando de olvidar todos esos defectos que sabe que hacen daño porque no quiere pensar en ellos cuando está muy ocupado sonriendo por cosas que quizá deberían molestarle.
Algo dentro de él se retuerce y le manda retroceder pero tiene diecisiete años y es muy tarde en el límite de las emociones para detenerse hacer el cobarde y escuchar al sentido común.
Tiene diecisiete años y no es que le regale su virginidad a Anis pero la verdad es que lo mira y eso que se le encoge dentro y le pica y a lo que ignora todo el tiempo le hace sentir que le está dando algo que no le había dado a nadie.
Le hace promesas; algunas son hasta ridículas pero suspira y lo escucha y asiente y se crea una burbuja, se rodea de palabras y se deja llevar por historias que sabe que son imposibles aunque no lo admite.
Quizá es que le recuerda un poco a Bill.
O quizá es que siempre le han gustado, incluso más que a su hermano, los cuentos de hadas aunque no hable de ellos. Se pierde la magia cuando hablas de ellos.
Le hace promesas porque se está yendo lejos. Le promete que en cuanto todo esté bien le llamará por teléfono, le escribirá cartas, le mandará regalos, le hará un espacio e irá por él, en cuanto todo esté bien.
Pasan tres meses y no tiene noticias y Bill trata de consolarlo pero Tom le dice que está completamente bien, que se deje de estupideces, que no necesita que lo consuelen por algo de insignificante como eso.
En las noches mira al cielo y siente que el sopor con el que miraba las estrellas se le pudre por dentro y le pesa.
Pasan seis meses y Tom convence al resto del mundo de que ha dejado de pensar en ello.
Se convence a sí mismo de que ha dejado de pensar en ello.
Si no fuera porque cada vez que se recuerda que ya ha dejado de pensar en ello recuerda que está pensando en ello.
Pasa un año y cree que ya lo ha superado, ya pasó la preocupación, la tristeza, la rabia, la indiferencia y las heridas están cicatrizando, y es verano cuando sale por el correo y en medio de cuentas y propaganda hay una carta. Se burla de él dentro de su sobre de papel. O no. Incluso el sobre se burla de él, con su nombre ahí y su dirección pero ningún remitente. Sabe que es él. Sabe que es él, primero porque nunca recibe cartas y segundo porque no tiene remitente y cree que lo ha superado pero cuando la tiene en la mano le quema y maldice y se siente la persona más estúpida sobre la tierra.
Ha pasado un año. Y pasan tres meses más antes de que Tom abra la carta.
La primera vez que la lee cree que es una broma y la arroja al piso sólo para juntarla y volver a leer antes de volver a arrojarla al piso, pero nadie la levanta y la carta pasa ahí dos semanas antes de que Tom la tome y la ponga en el escritorio para verla todas las mañanas cuando se levanta; no la toca, no la vuelve a leer, no la mueve de lugar, sólo la mira fijamente durante un rato, ninguna expresión facial en el rostro antes de meterse a la ducha y salir de casa.
No es una carta muy larga. Son dos meses en los que sólo la mira y cuando se asienta en su interior que no es una broma, que ya no está tampoco enojada y que no va a vomitar si la toca de nuevo, la toma y la vuelve a leer. La lee cada mañana. La lee cada noche antes de dormir. A veces la deja debajo de la almohada y sueña que la vuelve a leer aunque no lo haga en realidad, sólo se vea a sí mismo sentado en una silla a mitad de un cuarto oscuro con la carta entre las manos y un zumbido que se hace más fuerte y más fuerte hasta que termina por despertarlo.
Así pasa otro año entero; la carta se vuelve una rutina y las palabras dejan de sonar hirientes, como burla, ridículas para comenzar a no tener absolutamente ningún sentido. Pasan de ser un texto personal a cualquier cosa que Tom podría leer durante el desayuno. Han dejado de ser importantes, eso es lo que él se dice, así como se dice que él no es de esas personas que piensan en el amor.
Está nevando cuando la abre de nuevo, un día cualquiera a una hora a la que usualmente no la abre, y se da cuenta que se la sabe de memoria, que la ha leído demasiadas veces, que sabe dónde está cada punto, cada coma, cada letra, cuántas vocales, cuántas consonantes, la mancha de tinta en la orilla, las arrugas que tenía y las que él mismo le hizo, que la conoce tan perfectamente que sabe cuáles palabras se ríen y cuales fueron escritas para llenar un poco más de espacio y el sentimiento que le provoca cada una por separado cuando está muy ocupado no sintiendo mientras la recorre con los ojos. Dice muchas cosas esa carta, la esperó durante mucho tiempo y le llegó cuando no la estaba esperando, cuando hubiera deseado que no llegara nunca. La leyó una y otra vez y fue como si no hubiera pasado nada de tiempo, se volvió a preocupar, se volvió a entristecer y se volvió a enojar y esa parte por donde está rota es de aquella vez que quiso deshacerse de ella y al final sólo se le quedó mirando con las manos echas puños.
La abre de nuevo y no sabe qué va a hacer pero antes de que se dé cuenta está escribiendo una respuesta. Escribe y escribe, y escribe muchas cosas; a veces le parece ridículo a él mismo y a veces le parece lleno de justicia y pasan otros seis meses en los que escribe y escribe hasta que llega el día en que siente que no ha dicho nada.
A veces son sólo dos palabras. Dobla el papel y lo mete en un caja donde están meses y meses que no tienen remitente.
Es invierno de nuevo cuando la chimenea está encendida. Es invierno y le queda poca tinta a su bolígrafo y el trozo de papel que tiene es más pequeño de lo usual. Ya perdió la cuenta del tiempo, pero mira al cielo plagado de nubes y ni una sola estrella y algo en su interior que estaba roto termina de desprenderse y suspira porque ahora está seguro de que ya no lo siente en absoluto. Ya no lee la carta en las mañanas, ya no la lee por las noches, ya no la lee cuando no tiene nada mejor que hacer y antes de poder siquiera asimilarlo la ha arrojado al fuego.
Todavía se la sabe de memoria. Sonríe porque sabe que estaba llena de mentiras.
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