jueves, 28 de agosto de 2014

Con o sin cola {TH}

Personaje(s): Bill, Tom, Bushido, Sido
Categoría: gen/slash
Rating: T
Día 10-Furry
Número de palabras: 1613




Cuando su madre los tuvo en brazos por primera vez no pudo darse cuenta de inmediato; fue hasta que lo llevó a casa y les dio su primer baño con agua tibia en la pequeña bañera que su esposo había comprado para ellos, que lo notó: eran dos pequeñas protuberancias en su cabecita y una al final de la espalda. Un alargamiento en la columna y un crecimiento anormal en el cráneo, no tenían por qué ser un problema, ellos eran unos niños sanos.  No tendrían por qué haber sido un problema si no hubieran seguido creciendo hasta que las pequeñas protuberancias se convirtieron en protuberancias notables y el alargamiento de la columna era cada vez más difícil de esconder en sus pequeños pantalones.  No tendría que haber sido un problema si su madre no hubiera tenido la impresión de que estaba criando monstruos o bestias y hubiera terminado por encerrarlos en el sótano y mandado a su padre a que les llevara la comida porque ella no era capaz de verlos más; las protuberancias en su cabeza se habían recubierto de pelo y la extensión trasera se agitaba tristemente como la cola de un felino. Tenían diez años cuando terminaron ahí.  Tenían unos trece cuando su papá olvidó poner el candado a la puerta, demasiado cansado de toda esa mierda como para importarle. Se pusieron sus gorros y abrigos y salieron de ahí mientras su mamá cortaba verduras en la cocina, demasiado concentrada, intentando abstraerse de la vida y no cortarse un dedo que fuera a dar a la sopa, porque no sabía qué podía pasar si sus hijos comían carne humana, si ya tenían colmillos, cuernos y cola, no podía arriesgarse. Y Tom quiso, en verdad quiso arrojarla a ella al horno, como Gretel a la bruja mala; pero Bill tomó su mano, se ajustó la mochila y por primera vez en muchos años, sabían que afuera hacía frío, y que era mejor morir en la nieve que seguir sin ver un solo día la luz del sol.
Se acostaron en un callejón, muy cerca uno del otro, como pequeños gatitos perdidos, y antes de poder contar hasta tres, había cerrado sus brillantes ojos amarillos y se habían quedado dormidos.  Su mamá jamás les dijo qué estaba mal con ellos, pero no eran tontos, podían verlo, que no a todos los niños les crecían bultos en la cabeza ni tenían una cola para agitar; que sus padres los trataban casi como bestias, que las "malformaciones", como oyeron decirles una vez el doctor, crecían y se manifestaban conforme ellos crecían también, y que no sabían en qué terminarían y podrían ser peligrosos tal vez. Podrían, pero Bill no quería creerlo y por eso seguía intentando ser un buen niño, incluso si le doblaban en fuerza a su padre y podrían haberle arrancado los lindos dedos a su mamá con una sola uña.  No, ellos no eran monstruos. Pero Tom sabía que si lo fueran no sería su culpa, sería la culpa de la maldita que los encerró en el sótano.
Tom contrajo su cola, abrió los ojos y cerró los brazos más alrededor de su hermano cuando una lata corrió por el callejón. Había un hombre de pie ahí, mirándoles como si pudiera ver a través de sus gorros y estuviera a punto de llamarlos abominaciones, justo como su madre había hecho una vez. No lo hizo y no dio tiempo a Tom de lanzarse sobre él o siquiera ponerse más a la defensiva, porque el hombre estaba ebrio y antes de que pudieran moverse ya había gritado a sus espaldas —Hey, tío, hay un par de críos aquí.
Tom sintió la pared cerrarse a su alrededor cuando otro hombre se le unió; Bill estaba llorando, porque todas las noches cuando eran pequeños su mamá les decía que si salían al mundo acabarían en un zoológico, que la gene se detendría a mirarlos y se escandalizarían y se reirían de ellos, porque no eran normales, porque eran raros, pero estaba bien porque ella era su mamá y no dejaría que nadie los viera. No iba a dejar que nadie los llevara a un zoológico; no iba a dejar que los expusieran como si no tuvieran opinión. No iba a dejar que lo separaran de su hermano ni que los metieran nunca más en ninguna jaula.  Se puso de pie e iba a atacar cuando el otro hombre frunció el ceño y le dirigió la palabra. Fue raro para Tom, porque hacía años que nadie ajeno a ellos mismos les dirigía la palabra. —Hey, chaval, ¿qué demonios están haciendo ahí? Se van a congelar el trasero. —Les arrojó un saco que Tom tomó al vuelo y les señaló su auto —Tengo un cuarto extra en mi casa y me dedico a recoger vagabundo, ¿vienen o qué? Trae a tu hermanita.
—Es mi hermano. —Fue lo primero que Tom atinó a decir, sin saber qué hacer, a dónde mirar, qué más decir si un extraño llegaba de pronto y le ofrecía subir a su auto. Su mamá nunca les habló de los extraños o de casos como ese, su mamá sólo hablaba de lo horrorizados que los demás estarían si los vieran; pero el extraño no estaba asustado —. Se llama Bill... yo soy Tom.
—Pues yo soy Santa Claus —le dijo el que los había visto primero —. Feliz navidad, ahora suban al coche que me estoy congelando.
—No seas un idiota con el crío, Paul.  Paul chasqueó la lengua y se subió al auto. —Yo soy Anis; pero en serio, chaval, suban al puñetero auto, está por nevar; a menos que estén aquí porque pretendan morirse de frío, y en ese caso, bueno, tendré que subirte a patadas al auto con todo y tu hermano.
Tom ayudó a Bill a levantarse y entraron al auto, porque no les gustaban las patadas.  Anis no tenía una habitación de sobra en su casa, tenía muchas, y tampoco se dedicaba a recoger vagabundos, porque no había ninguno otro ahí. Quizá era que se dedicaba a recoger niños perdidos, gente sin camino, pensó Tom cuando conoció al resto de su pandilla, hombres que alguna vez fueron malvivientes y Bushido (como llamaban a Anis) les había dado una familia. Paul vivía en esa casa también desde que había dejado a su novia porque la encontró en la cama con un empresario al que le partió toda su bonita cara, le arrojó un par de billetes a Lisa, para dejarle en claro lo puta que pensaba que era, y se largó. Y claro, Bushido lo recibió en su casa, porque recibía a todo aquel que no tuviera a dónde ir, y un amigo traicionado parecía ser para él muy grata compañía.
Estuvieron en esa casa durante un mes sin que ninguno de los otros dos hombres se diera cuenta de nada. Usaban su gorro todo el tiempo, y no importaba, porque Bushido y su familia lo hacían también: gorras, gorros, mallas; por alguna razón todos cubrían sus cabezas y Tom estaba seguro de que no era porque tuvieran protuberancias también. Se cortaban las uñas con frecuencia y mantenían la mirada baja para que no se notara cuán clara era en realidad.  Fue un mes hasta que una mañana Paul pasó por el comedor, donde Bill estaba sentado a la mesa escribiendo algo, una canción quizá, para Bushido tal vez, que hacía canciones y los dejaba escucharlas, y le arrancó a Bill el gorro sin más ni más. Su hermano gritó totalmente aterrado y Tom corrió a su lado de inmediato; cuando vio a Paul estaba seguro que el hombre estaba más asustado por el grito que por otra cosa, porque Bill tenía las manos en la cabeza y Paul ni siquiera lo estaba mirando.
—¿Qué carajo... ¡Paul, qué coño le hiciste!? —Anis escogió ese momento para entrar a la habitación.
—¡No le hice nada, tío! Le quité el puto gorro, eso fue todo, te lo juro por mi madre.
Bushido supo que decía la verdad, porque ellos jamás juraban en vano por su madre. No por su madre. Podían hacerlo por cualquiera, pero no por su madre. Pero Bill estaba aterrado y Tom se paraba frente a él como si estuviera listo para arrancarle la cabeza a cualquiera que se acercara. Se había quitado también el gorro, nadie juzgaría a su hermano sin pasar por él primero, y si tenían que irse de esa casa, se irían. Incluso si les hubiera gustado no hacerlo. Joder, que les hubiera gustado no hacerlo. La cola de Tom onduló hacia afuera de su pantalón y se agitó en obvia señal de advertencia cuando Bushido dejó salir un "¿Qué carajo...?" y Paul dejó caer el gorro que le había quitado a su hermano. Era más fácil moverse cuando todos sus miembros estaban libres.
—Tío, son como gatitos. --Tom miró a Sido cuando soltó la carcajada y parecía el mismo hombre ebrio que los había encontrado en el callejón: desconcertado de un modo que no podría importarle menos una mierda lo que estaba pasando.  Anis rió también y se acercó a Bill cuando Tom tuvo las defensas bajas por su propio desconcierto, ¿de qué puñetas se reían?  —¿Nos los podemos quedar, tío? Di que sí, hombre. —Paul seguía riendo.
—Joder con estos críos —suspiró Anis; porque con orejas y cola o sin ellos, para él seguían siendo sólo críos — ¿Tendremos que hacerle agujeros a sus pantalones o qué?
Tom sonrío, y por primera vez en mucho tiempo, dejó escapar un ronroneo.

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