Categoría: slash
Género: drama
Rating: M
Advertencias: AU
Resumen: Los designios de Dios eran siempre extraños.
Notas: OTP 4ever
Era martes.
Estaba seguro de que había sido martes cuando comenzó porque, después de la
primera vez, se repitió cada martes a la misma hora durante tiempo indefinido.
Nunca supo si la última fue realmente la última y ahora no estaba seguro de si
la primera había sido realmente la primera.
Quizá fue el
destino. Y que Dios lo perdonara por pensar que había sido así.
Había sido un
martes de lluvia, cuando como de costumbre la gente corrió a refugiarse en la
iglesia; la iglesia que se encontraba en el medio de una calle bastante
transitada. Las personas ya no iban a
las misas salvo en ocasiones especiales, desastres personales, o porque
simplemente no tenían adónde más ir. Como cuando llovía.
Aquel martes la
lluvia golpeó con más fuerza a las seis, cuando él se encontraba en la cabina
de confesión; aquella sensación de ser un entrometido no había desaparecido
jamás, pero se había acostumbrado a sentarse y no escuchar, tan sólo dar
penitencia y continuar con su vida. Una delgada línea de ligera esperanza para
los pecadores.
A las seis y quince
estaba por ponerse en pie cuando alguien se arrodilló repentinamente al otro
lado de la ventanilla enrejada.
No había dicho
una palabra cuando el individuo habló.
—Lo siento,
padre, pero no creo en la iglesia. —Gustav, desconcertado como había quedado
por la oración, estaba por preguntar seriamente y un tanto ofendido, "¿Y
entonces qué rayos estás haciendo aquí?" cuando el individuo (del que no
podía ver el rostro) se acercó más a la reja de madera que los separaba para
susurrar—: Pero creo en que no necesariamente todas las personas en un círculo
son iguales, y usted me gusta.
No supo qué
decir, y probablemente si hubiera dicho algo de nada hubiese servido, porque el
hombre se levantó más rápido de lo que las palabras volvían a cobrar sentido en
su mente y se alejó a paso lento. Para cuando Gustav se recobró y salió de la
cabina, lo único que pudo saber del extraño, fue que era rubio, de andar
sencillo y ropa poco glamorosa y demasiado ligera para ser temporada de
lluvias.
—Perdóname padre
por haberte incomodado —eso fue lo que dijo el siguiente martes a las seis
quince, cuando Gustav estaba a punto de retirarse de nuevo y supo de inmediato
que era él. Se tensó y agradeció que no se pudiera ver su rostro ahí dentro.
Simplemente no sabía qué decir, porque sí, era cierto que lo había incomodado,
pero de una forma que él mismo no entendía y a la que no sabía cómo reaccionar.
¿Cómo alguien podía decir a un religioso con tanta serenidad que gustaba de su
persona? Intentaba asimilar a qué tipo de "gustar" se había referido
el hombre rubio desconocido que iba a la iglesia sólo para abordarlo con
comentarios que no entendía.
Tres martes
después, supo que su nombre era Steve, que sus ideales no eran muy diferentes a
los de muchos jovenes que había estado escuchando recientemente, salvo por el
hecho de que los suyos estaban asentados. Steve ya no dudaba, no de sí mismo,
sí del resto. No era tampoco la intención de Steve atentar contra su fe, lo
único que buscaba era tener su atención, tan simple como cuando alguien te
gusta.
Para Steve era
simple, para Gustav no tanto.
—¿Por qué estás
aquí?
No fue el
religioso el que preguntó, sino el que quedó en una encrucijada. Hacía años que
no pensaba en ello, no pensaba en el porqué de estar ahí desde que supo por
cuenta propia que había cosas que definitivamente no iban con él, no le
gustaban. No le parecían correctas. ¿Qué seguía haciendo ahí si lo sabía? Era
lo suficientemente complicado como para
no tener una respuesta que dar y Steve no esperó por ella, se despidió y se
marchó antes de que pudiera decir otra cosa.
Casi había
olvidado qué hacía. Estar ahí se había vuelto para él una costumbre; ese era el
lugar en el que debía estar, pero ya no
recordaba claramente el motivo. ¿Por qué estaba ahí?
—Fui llamado por
Dios... —supuso que esa era la respuesta, pero no sintió que supiera de lo que
estaba hablando. Nadie le cuestiona a un sacerdote nunca de lo que está
hablando, porque las personas que lo harían jamás entablan una conversación con
uno.
Pasaron tres
martes más para que Gustav pudiera ver la cara de Steve.
Se dieron las
seis treinta aquel día y decidió que no había ninguna razón para esperarlo, que
todo aquello era absurdo y se pateó mentalmente por suponer que seguiría
apareciendo cada día. Cuando salió de la cabina, chocó contra él. Estaba parado
afuera, esperando que saliera, sonriendo y con los ojos ligeramente hinchados y
rojos; había estado fumando, su ropa olía intensamente a humo y Gustav recordó
cuando tenía trece, la primera vez que un cigarrillo se atrevesó en su camino,
e inmediatamente después recordó el día que decidió dejarlo.
—Padre, soy un
pecador. No quiero oportunidad de ser perdonado.
No entendió de
inmediato. No hasta que Steve se acercó demasiado a su rostro y tuvo que
retroceder y sujetarlo por los hombros con fuerza; se sintió acorralado.
Acorralado entre un hombre con el que compartía conversaciones de veinte
minutos una vez a la semana y un corazón que palpitaba con fuerza desbocada.
—Dios nos pone límites
—le había dicho una vez—, tú puedes cumplirlos o no, es ahí donde radica la
diferencia. Dios nos pone límites y nos da la libertad para decidir si
cumplirlos o no. La diferencia entre una persona y un sacerdote, es que este
último vive para cumplir cada uno de los límites. Así debería ser...
El
"debería" era la puerta que se mantenía sin llave.
La puerta que
podía ser abierta al quitarse el hábito y llevar al desconocido del martes a su
departamento, tres cuadras lejos del templo que lo apartaba de una vida normal,
donde no había para él ninguna clase de desenfreno.
El
"debería" era la puerta sin cerrojo que quedaba entreabierta a las
palmas que le acariciaban la espalda en un acto reflejo ante un cuerpo tenso y aflijido.
Porque Gustav sabía que no debería haber cedido; y que prefería no pensar en
ello.
Porque el
"debería" era el puente roto que lo apartaba de los besos.
No se sentía, por
largos periodos que no podía llamar ya instantes, capaz de recordar por qué
hacía lo que hacía y se dedicaba a lo que se dedicaba. "Dios me ha llamado
a servirle, Dios me ha llamado a servirle", era una letanía que le sabía
amarga e inservible mientras Steve se deshacía de su ropa, apretando su cuerpo
contra la cama.
No estaba
afligido, ni siquiera se sentía
traicionado por él mismo; sabía que había perdido el camino, que quizá había llegado el momento
de renunciar si ni siquiera era capaz de recordar la razón de todo lo que hacía, por la que creía en lo que creía y
actuaba según las leyes dictadas.
Quizá había
llegado el tiempo de terminar con
un ciclo que pensó que sería
eterno; uno que no lograba recordar cómo comenzó ahora que estaba sudoroso,
invadido de calor. Ahora que no tenía ya más raciocinio.
Steve empujó
contra él, con los ojos cerrados y una sonrisa perdida; lo único que pudo hacer
fue gruñir bajo y aferrarse a su espalda, aferrarse con fuerza, escuchando el
golpetéo húmedo que le parecía el sonido más obsceno que hubiese escuchado
jamás.
Con una mano
entre sus testículos (una mano que no lograba identificar si era suya o no) y
la boca completamente seca,
completamente necesitado de un trago de agua fresca, Gustav recordó el
porqué. El día que se había sentido perdido y miró al cielo, entre las nubes,
encontrando una respuesta.
Ahora, bajo el
peso fornido de aquel hombre, mirando sus ojos claros, tan, tan azules, sintió
entender una razón que creía perdida.
Steve no le
preguntó nada, le bastó mirarlo a los ojos mientras cerraba los botones de su
camisa para entenderlo.
—Porque Dios me
llamó. —era esa la seguridad con la que no había podido responderle antes.
En pie,
enfrentando un salmo y frente a un puñado de personas que no comprendían
realmente la mitad de lo que decía, que habían corrido a resguardarse de la
lluvia, Gustav sabía que no lo volvería a ver. Porque siempre los designios de Dios eran extraños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario