Género: angst
Rating: K+
Resumen: Petrificado, sujetándose como si fuera de vida o muerte a su cobertor a la altura de su boca, estaba completamente callado, en espera de algún ruido que marcara su fin o, con pensamientos más optimistas, el fin de sus estúpidos temores.
Notas: Para el reto de terror en el grupo de autores. No es lo mío.
Georg estaba
parado a la mitad de la nada cuando el pánico se apoderó de él. La cabeza sobre
la almohada, los ojos cerrados y las luces apagadas tan sólo hicieron que las
sombras a su alrededor se extendieran; apretó los párpados y los abrió con
rapidez, el cuerpo le temblaba, sus manos estaban heladas y se encontraba inmóvil
sobre un montón de desarregladas sábanas. Sujetó su cobertor en un movimiento
lento, casi como si su cuerpo estuviera petrificado, intentó cubrirse hasta la
cabeza pero el pánico seguí ahí y ya tenía la edad suficiente para ser
consciente de que las cobijas no eran un escudo protector.
La puerta del
baño estaba abierta pero la luz no se encontraba prendida como él solía
dejarla... una figura oscura se aproximaba a su cama, alta y con un sombrero
formal, sin rostro y con el porte de un hombre importante; cerró los ojos de
nuevo, pero lo único que logró fue que la figura avanzara más deprisa. Los
abrió de nuevo, de golpe, y la sombra desapareció.
Respiró profundo
y se preguntó qué demonios estaba pasando con él. Tenía ya veinte años y era
incapaz de conciliar el sueño porque una figura indescifrable se escapaba de su
espejo, arrastrándose por la pared y sosteniéndose de la orilla de su cama.
Respiró profundo, cerrando los ojos antes de sentir que la figura desfigurada
intentaba subir y abrirlos en toda su capacidad de nuevo. No había nada ahí.
Nunca había nada ahí.
Se quería
levantar, en verdad quería poder sentir el valor de poner los pies en el suelo
en aquel momento, pero el vaho saliendo de debajo de su cama le hizo quedarse
quieto en su lugar, como cuando tenía cinco años y el boogieman sujetaba sus
pies para arrastrarlo a un horrible y sombrío lugar del que no podría regresar
y corría a la cama de mamá.
Petrificado,
sujetándose como si fuera de vida o muerte a su cobertor a la altura de su
boca, estaba completamente callado, en espera de algún ruido que marcara su fin
o, con pensamientos más optimistas, el fin de sus estúpidos temores.
Se giró de
costado hacia el lado contrario de la pared y un pálido rostro sonriente y
mortificado le estaba esperando ahí; por un momento quiso llorar y gritar pero,
con todo el poco orgullo que le quedaba y la racionalidad que no se le había
escapado, se giró de vuelta, ahora hacia la pared, tan sólo para ver en ella la
figura de un ente con cuchillo en mano dispuesto a apuñalarlo. Cerró los ojos
con fuerza una vez más, esperando el inminente final que nunca, nunca llegaba y
se cansó.
Se cansó de
aquella mierda, porque eran ya las tres de la mañana.
Se removió de
nuevo, intentando recuperar la tranquilidad que todos creían que tenía durante
el día, cuando las sombras no le seguían en los rincones y le hacían sentirse
el peor demente del mundo. Cerró los ojos lentamente, una vez más en un último
intento de quedarse en esa posición, cuando el horrendo recuerdo de espíritus
deseosos de apoderarse de su cuerpo le hizo soltar un gemido bajo y lastimero.
No había nadie más en la habitación. No había nada más en la habitación. No
había nada más en la habitación, no lo había, no lo había, no lo había. Su
cuerpo no sería abandonado por su alma en sustitución de un ente nocturno; no
había seres del espejo, las sombras no emergían de la oscuridad y nadie se
había colado en la habitación para apuñalarlo. Pensó eso una y otra vez, lo
pensó intentando engañarse porque ya se había colocado de frente a la almohada
y cubierto su cabeza todo lo que podía, olvidando que los cobertores no
salvaban vidas.
Cerró los ojos
una última vez cuando el reloj dio las cuatro menos diez.
La sangre
abandonaba con rapidez el cuerpo de las personas, en enormes y aterradoras
heridas provocadas por colmillos que a él, desde donde miraba, sin dolor ni
tacto, le parecían inofensivos en la boca de aquella bestia de pelaje café.
Lucía adorable, aun cuando enterraba sus fauces en el cuello de aquel hombre
sin nombre que jadeaba y moría con lentitud. Las sombras también estaban ahí,
emergían de todas partes, y pequeñas niñas en vestidos blancos y desgastados
bailaban alrededor de los restos sangrientos y que ya no parecían humanos.
La bestia bailaba
en las penumbras con su propio resplandor; era hermosa, su pelaje castaño y sus
enormes y afilados ojos violeta. La manera grácil en que iba de aquí para allá
y la gente no era siquiera capaz de correr para huir de ella. La bestia lo era
todo. La bestia se dejó hacia su cuerpo que no se encontraba ahí; él no podía
verse, tan sólo sentir los colmillos contra su piel.
No había nadie ni
nada en la habitación. Nadie ni nada en la habitación en la que Georg lloraba
bajito y se quejaba continuamente. Una habitación sin sombras, entes y
cuchillos amenazantes a la que Gustav entró después de tocar cuando el reloj
marcó las doce menos veinte.
No había una
bestia ahí cuando el rubio movió a Georg por el brazo sin ningún tipo de
delicadeza; tampoco había ningún sueño ya.
Se sintió
arrancado de raíz. Como pequeños puentes rotos y grandes ojos violeta mirándole
en su ventana.
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